martes, 25 de noviembre de 2014

EL GUSANO. Capítulo 5: La novia y el amigo


Tuve que salir corriendo,
comprendiendo que
él es tu chico y yo soy
el que viene detrás de él.
El otro, Expulsados

Detrás del vidrio los autos pasan, frenan, tocan bocina, aceleran. A esta hora Rivadavia e Independencia se parece bastante a cualquier esquina de cualquier gran ciudad. Pero Mar del Plata no es una gran ciudad, piensa Lucía, ni nunca lo será.

Pidió un cortado, que ahora se está enfriando; no tiene hambre ni sed. Posa sus ojos en el televisor del bar, sintonizado en el canal local, donde repiten una entrevista realizada a Edil Berto días atrás. La han estado repitiendo casi constantemente, pero las coincidencias no existen; todo es por algo. Fue aquella noche, mientras miraba la tele, que planeó este encuentro. Desde entonces, ve todo con claridad, aunque no puede evitar sentirse nerviosa.

La puerta del bar se abre y ve entrar a Matías, que recorre con la mirada cada mesa. Lucía levanta la mano y entonces él la visualiza y sonríe, mientras avanza.

—Hola, hermosa —dice Matías y se inclina hacia ella. Lucía apenas gira la cara para que la mejilla reciba el beso, y no sus labios—. ¿Todo bien? —pregunta, descolocado.

—Hola, Matías —se limita a responder—. Sentate, por favor.

Él obedece. La camarera se acerca, le pregunta qué va a tomar.

—Un whisky. Dos medidas del mejor —contesta, cortante.

Lucía piensa que Matías cada vez se parece más a su padre y un escalofrío le recorre la espalda.

—¿Tenés frío? —pregunta él.

—No, para nada.

—Estás misteriosa, chiquita. ¿Me podés decir qué te pasa?

Otra vez, la mirada perdida en los autos que pasan, aceleran, frenan. Ella tiene que parar, de una vez, con todo esto. E irse, muy lejos. A otra ciudad, a una ciudad de verdad. Matías repite la pregunta. Lucía toma un sorbo del café frío, solo para aclararse la garganta.

—Lo nuestro se terminó. Eso es lo que me pasa.

—¿¡Qué decís!? —grita el otro.

Se hace un silencio breve e incómodo en todo el lugar. Justo llega la camarera con el whisky. Mientras verte la bebida, Lucía siente la mirada del joven intentando perforarla. La camarera se va.

—¿Te volviste loca?

—No. ¿Por qué tengo que estar con vos? Sabés que no te amo. Y Santiago…

—Vos y yo sabemos lo que pasó con Santiago. Si aparece, te juro que…

—¿Qué? —ahora es ella la que silencia el bar.

—Bajá la voz, pelotuda —dice entre dientes, y luego toma un trago largo.

—¿Qué vas a hacer? ¿Vas a despedir a Santiago, como me amenazaste, para que lo deje y me acueste con vos? ¿Lo vas a matar? Eso también lo dijiste. ¿O me vas a matar a mí?

Matías golpea la mesa con el vaso, vacío.

—Yo nunca te tocaría un pelo, Lucía.

—¿Y entonces?

Lo tiene, sabe que lo tiene. Él, sin embargo, realiza su jugada, la única que le queda.

—Vos sabés que Santiago no se murió, ni tampoco desapareció. Aquella noche, eso que vimos, eso que salió corriendo después de vernos ahí, cogiendo —arrastra, a propósito, la g; un gusto amargo sube hasta la boca de Lucía—, eso era él… (1)

—Eso esa una tremenda pelotudez.

—No es eso lo que crees. Te conozco —sonríe. Después, inclina su cuerpo hacia delante, y susurra—: Pero pensá lo que quieras, chiquita. Yo no voy a parar hasta encontrarlo. Y cuando lo haga, voy a dejar su cuerpo sin vida en la puerta de tu casa, para que puedan estar juntos otra vez.

Ella se pone pie. De su cartera saca un billete de veinte pesos y lo deja debajo de la taza, aún llena.
Antes de marcharse lanza la frase que durante meses ha tenido atragantada:

—Borracho y loco: sos igual a tu papá, galleguito.

Matías la agarra del brazo y la mira con odio, por un segundo. La camarera se acerca y pregunta, con los ojos bien abiertos y la voz entrecortada, si está todo bien. Él toma el billete que dejó Lucía y se lo pone en la mano, recién entonces la suelta.

—Todo perfecto —explica, con una sonrisa—, pasa que mi amiga no quiere que le invité el café.

Lucía hace un bollo el papel y lo arroja, con bronca, al piso. No dice nada. Se da media vuelta y con pasos largos y decididos abandona el bar. Matías recoge el billete, lo coloca sobre la mesa y lo alisa con las manos.

—Otro whisky, igual —le pide a la camarera, que se ha quedado observándolo.

***

Ya casi oscurece por completo. En la costa hace frío, a pesar de que no falta mucho para el verano. Lucía camina, con los zapatos en la mano; sólo un perro, a lo lejos, le hace compañía. Preferiría no creer en las palabras de Matías, pero ella también sospecha que el Gusano es Santiago. No sabe por qué, pero las coincidencias no existen. Santiago desapareció esa noche, la misma noche que el monstruo irrumpió en su departamento, la misma noche que rompió el corazón de su novio para protegerlo, nada más ni nada menos que de su amigo. ¿Podrá todavía hacerle daño?

Algo interrumpe su reflexión. En el extremo de la playa se levanta una figura oscura. Parece un hombre, muy grande. Sin embargo, hay algo extraño en la cabeza de esa figura, dos varas, como cuernos, surgen de ella, o quizás sea solo una ilusión óptica… Está de noche, prácticamente, y las luminarias de la costa no ayudan demasiado. Lucía da uno, dos, varios pasos en esa dirección. Se pregunta si no será…

—¿Santiago? —dice, apenas, en un suspiro.

Pero eso basta: la figura da dos saltos enormes y desaparece en el mar. Ahora Lucía corre hasta el borde, deja que el agua le bese los pies descalzos.

—¡Santiago! —grita, segura.

Permanece varios minutos, mirando lo poco que puede ver, esperando. Como única respuesta, el rugido del mar. Al fin, cuando se da vuelta para marcharse, descubre lo que antes, en su desesperación, había pasado por alto. Bien grande, escrito en la arena, lee:

LUCÍA

Las pisadas de unos pies enormes parten de la inscripción y desaparecen en el agua.

Lucía cae de rodillas en la arena, y se echa a llorar. Alguien, a varios metros de allí, en lo profundo del océano, la escucha y la acompaña en su llanto.

martes, 4 de noviembre de 2014

EL GUSANO. Capítulo 4: El empresario y el intendente

 
El Gallego tiene un vaso de whisky importado en su mano. Ya no recuerda la última vez que desayunó un café con leche o un simple té. Mira a través del inmenso ventanal del piso más alto de la ciudad. Contempla el mar, mientras amanece. Piensa en el color tornasolado que ha adquirido el agua en el último tiempo, y en los manchones verdes fosforescentes que a veces pueden vislumbrarse. No está seguro cuánto tiempo más logrará que nadie hable de eso, pero ahora tiene problemas más urgentes que atender.

Suena su intercomunicador.

—¿Sí?

 —Señor, el intendente Culti ya está aquí.
 
 —Que pase.

 Bebe de un sorbo lo que queda de whisky y camina hasta la barra. Está terminando de llenar un segundo vaso cuando la puerta se abre. Ve a entrar a Culti, sacudiendo un ejemplar de Cirrosis Hepática y avanzando a trancos largos.

—¡No tengo un puto día de paz en esta ciudad de mierda! —dice el intendente.

—¿Quieres beber algo? —invita el Gallego.

—Sabés que no tomo tan temprano —Le alcanza el diario—. ¿Podés creerlo?

El empresario lee los titulares. “El Gusano salva a los tripulantes de un pesquero”, dice uno; “Disminuye el apoyo a la policía local de drones”, dice otro.

—¿Te das cuenta? —sigue Culti, mientras camina por la oficina—. Ese bicho del orto ahora es una especie de superhéroe que salva gente. ¡Casi no se registran delitos en las playas desde que apareció! Así, ¿cómo alguien va a querer que tus putos drones patrullen la ciudad? ¿Eh?
 
—Sabes que siempre estoy un paso adelante —contesta el Gallego, sonriendo. Luego toma un trago.
 
Culti se sienta en un sillón. Luce extremadamente ojeroso.
 
—¿Qué? —interroga.
 
—Tú sabes de toda la basura que tiran mis fábricas al mar.
 
—Ni que lo digas.
 
—Pero mis laboratorios también tienen sus desechos. Quizá no estés tan al tanto de eso.
 
—¿Qué tipos de desechos?
 
El gallego se sienta en el sillón, también, y se cruza de piernas.
 
—Químicos —responde—, muy peligrosos.
 
—Eso no tiene nada de raro.
 
—Verdad. Pero, y he aquí el quid de la cuestión, es que me temo que ese Gusano…¿Así lo llaman ahora estos gilipollas? —se interrumpe, señalando al diario.
 
—Eso parece.
 
—En fin, me temo que ese Gusano pueda ser producto de esos desechos.
 
—¿Una mutación?
 
El Gallego presiona levemente con su índice la frente del intendente, que no se sorprende por el gesto.
 
—¡Muy bien!
 
—¿Y cómo carajo?
 
—De eso, ni idea, ya lo averiguaremos. Sin embargo, mientras tanto, pienso que podemos usar esta herramienta a nuestro favor. Un poco de caos para que los marplatenses clamen por el orden…
 
—Los drones...
 
El Gallego sonríe.
 
—Hoy estás iluminado, chaval.
 
—Gracias —Culti se sonroja un poco—. ¿Pero cómo vamos a hacerlo? Eso no lo entiendo.
 
—Tranquilo, yo me encargaré de los detalles —dice, y luego termina el segundo vaso de whisky—. Lo que sí, saca a tu familia y amigos de la ciudad, si quieres, por unos días. Es probable que las cosas se pongan bastante, bastante feas.
 
Luego de decir esto se pone de pie; es momento de un tercer vaso.
 

sábado, 1 de noviembre de 2014

EL GUSANO. Capítulo 3: El monstruo, la policía municipal, los turistas


Hoy me siento un poco mal,
sigue la programación:
la calle está más peligrosa que antes.
Vas a elaborar tus propias ideas
pero con las opiniones ajenas,
esta dulce relación puede narcotizarte.
 
Relaciones peligrosas, Cadena Perpetua.

En la pantalla del televisor se ve a la conductora de un noticiero local. La imagen en alta definición exhibe la mala calidad del decorado, como también el exceso de maquillaje de la mujer y del invitado, Edil Berto, concejal oficialista de la Municipalidad de General Pueyrredón. Ella pregunta y él contesta. Hablan del Monstruo de la Costa. Por la forma en que se refieren a él se comprende que dan por sentado su existencia. Atrás han quedado las especulaciones sobre alucinaciones, individuales o colectivas.

—¿Son ciertas las versiones que sostienen que el monstruo podría tratarse de una mutación producto de la contaminación costera?
 
Edil, siempre sonriente, responde:

—Para nada, señorita. Nunca han estado más limpias las playas de Mar del Plata.

—Sin embargo, algunos científicos hablan de una superpoblación de gusanos marinos, llamados —y acá lee, como puede— bo… bo… boccardia, que serían producto de dicha contaminación.
 
El concejal se ríe, con aparente naturalidad, como si lo sorprendiera lo que acaba de escuchar. En un estudiado intercambio de roles, es él quien pregunta:

—¿Usted cree que el monstruo es una especie de gusano gigante, señorita?

Ahora la mujer ríe. La carcajada satura el micrófono.

—No, por supuesto que no. Eso sería descabellado.

—Un disparate.

—La población no sabe cómo reaccionar. Algunos creen que el monstruo es un peligro; otros, en cambio, lo ven cómo un héroe. En definitiva, casi no hay información. ¿Qué acciones se están llevando a cabo desde el gobierno municipal? ¿Qué piensa de todo esto el intendente?

Edil se acomoda en su asiento y borra la sonrisa de su cara, se nota que va a decir algo serio.

—El intendente Culti —comienza— ha dado prioridad al Monstruo de la Costa. Está muy interesado en poder entablar alguna especie de diálogo con la criatura, si tal cosa es posible. Evitamos dar muchos detalles para no arruinar la operación, pero desde diferentes áreas de la municipalidad, y con la ayuda del gobierno provincial, estamos desarrollando estrategias que nos permitirán localizarlo. Pronto los marplatenses conocerán qué es este monstruo y lo que busca en nuestras playas.

Termina con una sonrisa. La periodista lo imita.

—Otro tema que preocupa a la población, es la inseguridad, señor Berto.

—Es verdad. Y estamos trabajando en eso.
 
—Los sondeos de algunas consultoras ligadas a la oposición, indican que la ciudadanía no estaría de acuerdo con el aumento impositivo para financiar la creación de la Policía Drónica Municipal. ¿La PDM es la única respuesta que puede dar el gobierno de Culti a la inseguridad?
 
—No es la única respuesta, señorita, pero sí la mejor. Los drones policías han mostrado ser muy eficientes combatiendo el delito en distintas ciudades del mundo.
 
—Han reducido a casi cero la tasa de homicidios en México DF —otorga la periodista.
 
—Y ese es sólo el caso más resonante —sentencia Edil—. Mar del Plata podría convertirse en la primera ciudad argentina en contar con esta tecnología de punta.
 
La mujer revisa sus papeles mientras el concejal pronuncia la última frase. Frunce el ceño, parece que va a preguntar algo realmente importante.
 
—Cambiando de tema, señor Berto. ¿Es cierto que el verano próximo se espera que arriben a la ciudad tres millones cuatrocientos setenta y ocho mil novecientos dos turistas?
 
—Tres, señorita —corrige Edil—, tres millones cuatrocientos setenta y ocho mil novecientos tres.
 

sábado, 25 de octubre de 2014

EL GUSANO. Capítulo 2: Buscando un final

Al capítulo 1
 
Equivocándome al pensar,
que en una cuerda iba a encontrar,
alguna explicación.
 
El cantor, Mal de Parkinson.
 
MONSTRUO EN MAR DE PLATA

Durante las últimas semanas se han registrado muchas denuncias sobre el avistamiento de un monstruo en las costas de la ciudad. Si bien la policía rechaza la versión del monstruo, y sostiene que debe tratarse de algún vagabundo, llama la atención la coincidencia de la mayoría de los testimonios en la descripción del extraño ser: parece un hombre de gran contextura, con cuernos en la cabeza y la piel escamosa y, aportan otros, anaranjada. Casi siempre se lo ha visto en la playa ingresando al mar, huyendo de las personas. Algunos vecinos dicen haber entablado una conversación extensa con el sujeto, que al parecer ha llegado hasta nosotros desde los confines de la realidad para anunciar el fin de los tiempos. Desde la redacción de este medio nos preguntamos: ¿Quién o qué es esta abominación que intranquiliza a nuestros nobles ciudadanos?, ¿comenzará el tan anunciado Apocalipsis en Mar del Plata?, ¿y cómo afectará esto al turismo?

(Fragmento de Cirrosis Hepática, matutino de la ciudad)
 
***
 
La noche. El puerto. Un galpón abandonado. Una viga y una soga. Un cuerpo parado sobre una silla a punto de quebrarse. Un pie avanzando hacia la nada; el otro pie, también. La soga presionando el cuello. El cuerpo que pende una milésima de segundo. La soga cortándose. El cuerpo estrellándose contra el piso. Una puteada muy audible, apenas inteligible.
 
***
 
ILUSIÓN DE MUCHOS
 
Ante el aumento de testimonios de marplatenses que sostienen haber visualizado en la playas de la ciudad un ser de aspecto monstruoso, un grupo de psicólogos y sociólogos de la Universidad Nacional de Mar del Plata, han realizado un estudio intitulado “Hacia una sintomática de la pelotudez marplatense: análisis de una ilusión colectiva”, donde sostienen, a grandes rasgos, que los marplatenses somos todos unos forros que nos creemos cualquier gilada, y que lo del Monstruo de la Costa no se trata más que de una histeria colectiva. Por su parte y en la misma sintonía, el intendente Culti declaró: “En Mar del Plata —ciudad en la que juro y recontra juro que nací, tengo documentos— la gente está tan bien, tan tranquila, tan llena, en fin, tan feliz, que le da por inventar boludeces”. Como pocas veces, el poder político y la academia, parecen estar de acuerdo.
 
(Extracto del portal de noticias www.+549223.com.ar)
 
*** 
 
La misma viga, del mismo galpón, del mismo puerto, de la misma noche. Una cadena de eslabones gruesos, en vez de la soga. El cuerpo parado sobre la silla a punto de quebrarse. Ambos pies avanzando hacia la nada. La cadena presionando el cuello. El cuerpo que pende: uno, dos, tres segundos. La viga quebrándose. Un estruendo astillando el silencio. El galpón viniéndose abajo. Una nube de polvo, bajo la luz de la luna. Una mano emergiendo entre los escombros; tras ella, todo un cuerpo. Y una puteada muy audible, apenas inteligible.
 
***
 

¿NACE UN HÉROE, ES DECIR, ALGUIEN ILUSTRE O FAMOSO POR SUS HAZAÑAS Y VIRTUDES?

Esta madrugada, una pareja de jóvenes incautos que se había apropincuado a la playa Las delicias con el objeto de mantener relaciones sexuales premaritales y de contemplar juntos cómo Febo emergía del mar trayendo junto a sí el Alba de rosados dedos, fue sorprendida por un caco que a punta de pistola quiso hacerse de las pertenencias de los susodichos jóvenes, violando con ello el artículo 14 de la Constitución Nacional. El malviviente hubiésese salido con la suya si no fuera porque en ese momento emergió desde las aguas negras y poco higiénicas de la zona un ser de enormes proporciones y ojos negros como la noche —según declaró la pareja de promiscuos— que arrebató el arma de entre las manos del delincuente para luego desaparecer por donde había venido. El malhechor se dio a la fuga ni bien quedó desarmado, aunque horas más tarde fue apresado en una playa lindera por efectivos policiales que se encontraban allí jugando al tejo. El ladrón permanece en estado de shock y no ha pronunciado una sola palabra. La dupla de lascivos, agradecida.

(Recorte del vespertino La calesita)
 
***
  
Otra noche. Está sentado sobre una roca de la escollera, mirando hacia el mar. La pistola, cargada. Apoya el caño en la sien, cierra los ojos, dispara. Queda un poco aturdido por la explosión, pero su cabeza sigue intacta. Mete el caño en la boca, cierra los ojos, dispara. Siente el estallido en su interior. La bala rebota en el paladar, en la lengua, en las paredes internas de sus mejillas. Nada más, sigue vivo. Escupe algo en su mano. Piensa, esperanzado, en un diente; pero no, es la bala, lo que queda de ella. “Habrá que buscar otra forma de morir”, piensa, y lanza un grito ronco y profundo, que estremece a todos los animales bajo el agua. Es su forma de llorar, en este cuerpo nuevo.
 

lunes, 22 de septiembre de 2014

EL GUSANO. Capítulo 1: El origen

Acá las olas del mar te pueden matar,
esto es extremo de verdad.
Escatológicamente no hay nada mejor.
En el soretero, la vida es color marrón.
 
 
Estamos viendo paulatinamente un incremento de contaminación en las aguas costeras. A partir de 2008 hubo un acontecimiento que nos llamó fuertemente la atención que fue la aparición de unos gusanos marinos en la zona costera en densidades enormes.
 
Eduardo Vallarino, investigador del Departamento de Ciencias Marinas

Esto pasó mucho tiempo atrás, en aquellas épocas donde las playas de Mar del Plata aún no estaban clausuradas y la ciudad recibía millones de turistas en verano, y todavía algunos optimistas la llamaban la ciudad feliz. Santiago tenía 27 años, era ingeniero, y trabajaba en una fábrica de harina de pescado, como Jefe de Turno de Producción. Había conseguido el trabajo gracias a Matías, su amigo incondicional durante años, que era hijo de Andrés Fernández Fernández, alias El Gallego, magnate de la ciudad costera y que, entre sus múltiples inversiones (como hoteles, medios de comunicación, entre otras menos transparentes) poseía algunas de estas fábricas.
 
Cierta noche de verano, al salir del trabajo tomó su bicicleta y se dirigió, como casi todas, al departamento de Lucía. Ni bien la saludó la notó distinta, distante. Ella no pronunció palabra hasta que él preguntó.
 
 —¿Qué te pasa, Lu?
 
 —Nada.
 
 —Lu, ¿qué te pasa?
 
 —Está bien, Santi. Tenemos que hablar.
 
Frente a ella, no, pero sí lloró mientras pedaleaba con furia, y sus lágrimas se confundían con las gotas que empezaban a caer, y su llanto con los primeros truenos, a lo lejos.
 
Santiago no conocía otra manera de desahogarse que metiéndose en el mar con su tabla. Eso fue lo que hizo esa noche, a pesar de la tormenta; eso fue lo que cambió su historia y la de muchos, para siempre.
 
Llovía copiosamente, el cielo negro se partía en varios fragmentos cada vez que lo surcaba un rayo. “Ya no te amo —había dicho ella— ni imagino una vida juntos”. Otro rayo destrozando el firmamento.
 
A pesar de ser pleno enero, la noche y la tormenta habían vaciado la playa. Quizás algo tuvieran que ver los estudios recientes —pensó— que afirmaban que las aguas de Mar del Plata eran las más contaminadas del país; aunque, a decir verdad, la gente no solía prestarle atención a esas cosas, y él tampoco. Dejó las ojotas y la remera sobre la arena mojada y se zambulló. Las olas estaban bien, pero no podía disfrutarlas. No las esperaba; arremetía contra ellas.
 
Así estuvo, hasta llegar al borde de la extenuación. Pensó en salir del agua, a fin de cuentas al otro día tendría que volver a la fábrica, y el mar no le devolvería a Lucía. Fue entonces que oyó una explosión y todo se puso blanco.
 
***
 
Abrió los ojos y solo vio oscuridad. Trató de hacer pie, de aferrarse a algo, y comprendió que se hallaba bajo el agua. Tenía que salir a la superficie, pero, ¿dónde mierda estaba la superficie? Había perdido todo sentido de orientación por —recordó— la explosión. ¿Lo había alcanzado un rayo? ¿Cómo carajo estaba vivo? Y, ¿no debería estar ahogándose? No tenía que perder más tiempo, así que postergó las especulaciones para más adelante y comenzó a nadar, según creía, hacia arriba. Pronto hubo algo de luz; no estaba tan lejos de su meta. Sacó la cabeza del agua y vio que se había alejado bastante de la costa. La noche persistía, pero la lluvia no.
 
Más rápido de lo que hubiese esperado se encontró sentado en la arena. Seguramente, había calculado mal la distancia. Se miró los brazos, el pecho, las piernas. Todo en su lugar, aunque la piel lucía extraña, si bien la escasa luz no era garantía de nada. ¿Pero cómo no sentía dolor? ¿Estaría en estado de shock? La cabeza sí, se le partía en mil pedazos. Necesitaba ayuda. Llegar hasta su casa le llevaría bastante tiempo, mucho más al hospital. Y plata para un taxi no tenía. Miró hacia la ciudad: estaba a pocas cuadras de lo de Lucía. No le agradaba mucho la idea de verla después de lo que había sucedido, pero no se le ocurrió nada mejor.
 
***
 
—¿Quién es? —se oyó a través del portero eléctrico.
 
—Santiago, Lucía.

—¡Santi…! ¿Qué hacés acá?
 
—Sé que deber ser cualquier hora, Lu, discúlpame, pero tuve un accidente, estaba surfeando y creo que me cayó un rayo encima…
 
—¿Qué…? ¿Un rayo? —soltó una carcajada—. No me jodas, Santiago. Fui muy clara hoy.
 
—Pero no te miento. Sólo necesito que me lleves al hospital o que me llames un taxi, nada más.
 
—No puedo creer que caigas tan bajo. ¡Andate!
 
Se escuchó un clic.
 
—Lucía… ¡Lucía! ¡La puta madre!
 
Santiago apretó durante un largo minuto el timbre del departamento. No podía creer lo forra que se había vuelto Lucía. Cuando giró, convencido ya de caminar hasta el hospital, vio estacionado del otro lado de la calle un Toyota Etios azul; el auto de su amigo Matías.
 
—Hijos de puta…
 
Iba a tocar el timbre otra vez, hasta que recordó. Su mano derecha bajó el cierre del bolsillo de su malla y allí encontró un llavero con varias llaves, entre ellas la del hall de entrada y la del departamento de su ex. Entró al edificio. Uso el ascensor. Introdujo la llave en la puerta, la giró despacio, para no hacer ruido, y abrió.
 
Todo fue muy —demasiado— rápido, pero bastó. Lucía y Matías: dos cuerpos desnudos. Lucía enroscando con sus piernas la cintura de Matías. Matías cogiéndose a Lucía. Ella mordiéndose los labios y los ojos semiabiertos, cada vez más abiertos. Y gritando, no de placer. Matías pegando un salto para atrás. En ambos la cara desfigurada por el horror. Matías preguntando: “¿Santi?”. Y Lucía gritando, gritando, cada vez más fuerte, cada vez más agudo. Pero a Santiago ya no le importaba ni su exnovia, ni su examigo, ni los gritos, ni los cuerpos. Su mirada se había congelado en el espejo que estaba a su lado, en el pasillo, frente al perchero. Su mirada se había detenido en sí mismo; en su piel anaranjada, casi transparente; en su rostro transfigurado donde apenas podía adivinar sus facciones; en los cuernos o antenas que salían de su cabeza —y fue incapaz de percibir la ironía en ese instante— describiendo un par de bucles; en sus ojos negros, absolutamente negros, como vacíos. Y él también gritó. Y luego escuchó un disparo —¿de Matías, de alguno de los vecinos que habían salido de sus departamentos por lo gritos?— y se encontró huyendo, bajando las escaleras, partiendo a la mitad y como si nada la puerta del hall, corriendo hacia el mar —¿por qué al mar y no a otra parte?—, el sonido de las sirenas, sus pies furiosos rajando el cemento de la escollera, sus piernas tomando impulso en el borde, saltando como nunca lo había hecho, sumergiéndose en el negro mar, encontrando al fin un poco, tan solo un poco, de paz.
 

sábado, 9 de agosto de 2014

Sombras

 
 
Otra vez, después de mucho tiempo, me publican un cuento en Axxón. La ilustración que ven es de Pedro Belushi. Les dejo el comienzo de "Sombras":

Despierta. La respiración agitada, las sábanas mojadas con la transpiración de su cuerpo, y las imágenes de la pesadilla que no quieren soltarlo. Gira la cabeza y ve que Lorena sigue durmiendo, impasible. Tiene que ducharse; al fin de cuentas apenas falta una hora para marchar al trabajo.
El agua cae sobre su cabeza y sus hombros. Sin proponérselo reconstruye el sueño horrible que lo despertó, el mismo que tiene desde hace tiempo, cada vez con mayor frecuencia. Quizás, piensa, sea hora de recurrir a un psicoanalista.
Las imágenes de la pesadilla, carentes de sonido, vuelven. No pueden perturbarlo más. Ve sus manos manchadas con sangre en un primer plano, luego estas desaparecen y entiende que está arrodillado junto a un cadáver, el cadáver de Lorena. Grita su nombre, grita de horror; lo sabe aunque no pueda escucharse. Luego todo tiembla, algunas paredes se derrumban. Alguien lo agarra del cuello y lo saca de allí. Lo último que hace es mirar, al final del pasillo que abandona, una puerta azul.
Una vez que termina de secarse va a la cocina, pero a mitad de camino, algo lo detiene. En el piso del living, junto a la puerta, divisa un sobre blanco. Se acerca con cautela, como si se tratara de un animal salvaje dispuesto a atacarlo de un momento a otro. Cuando finalmente lo agarra, lo gira y lee en voz alta:
—Señor Demichelis: urgente.
En una mañana tan desconcertante como ninguna otra, Alan tiene una única certeza: es la primera vez en su vida que recibe un sobre.
 

sábado, 31 de mayo de 2014

Quince años

De pie junto a la tranquera blanca
estamos mi padre y yo.
Me llama la atención que todavía
no se haya subido al auto
que está en marcha,
que espera.

Me habla con una voz novedosa,
que no se parece en nada a la de cada día:
esa voz constante de las disposiciones autoritarias.

No creía posible una voz tan cálida,
tan suave,
tan fuerte:
una voz como un abrazo.

Esa voz me pregunta si me masturbo,
con palabras menos precisas,
toscamente metafóricas,
pero la idea es esa.

El abrazo de su voz me asfixia.
Me deshago de él de la manera más sencilla que se me ocurre,
contesto con la verdad.

Veo a mi padre sonreír,
palmearme la espalda,
caminar hasta el auto,
marcharse hasta perderse de vista.

De pie junto a la tranquera blanca
estoy yo.

sábado, 8 de marzo de 2014

Dos microficciones sobre A Nigthmare on Elm Street



No te quedes dormido

Puso el disco en el reproductor y se sentó en el sillón. Los párpados le pesaban, pero al día siguiente no tendría tiempo para ver la película. A decir verdad, la trama era entretenida, pero los efectos especiales dejaban mucho que desear; más que asustarse, le daban ganas de reírse. En determinado momento el mentón tocó su pecho y, al erguir la cabeza, comprendió que se había quedado dormido. Un hilo de baba escapaba por la comisura de su boca. Fastidiado, tomó el control remoto y quiso rebobinar. Sin embargo, la pantalla del televisor comenzó a despedir rayos de colores. La película ya no le pareció graciosa cuando vio las cuchillas relucientes, el sombrero, y el hombre del suéter a rayas, saliendo del televisor.


El sueño definitivo

Cuando el Príncipe Azul llegó al lugar indicado fue demasiado tarde. Freddy Krueger ya había pasado por allí y la Bella Durmiente, sin importar cuánto la besaran, jamás volvería a despertar.

miércoles, 5 de marzo de 2014

"Realmente hay un boom en la narrativa marplatense"

 
Mauro Yakimiuk me entrevistó para su blog Entre vidas. La charla se centró específicamente en Letra Sudaca y el mundo editorial; pero también algo sobre mi tarea de escritor se mencionó. Si quieren leer la nota, pasen por aquí.

sábado, 8 de febrero de 2014

Esto no es una ficción

Esto no es una ficción, tampoco un hecho real. Se trata de un sueño, muy sencillo, pero que me hizo experimentar en primera persona lo fantástico. Pido perdón, de antemano, por no poder transmitir con estas toscas palabras lo que para mí fue una maravilla del inconsciente.

Me encuentro conversando con Julieta, mi novia en la vida real desde hace diez años, con quien convivo desde hace cinco y con quien estoy a punto de casarme. Tanta información tiene una justificación. Ella me muestra unas fotos en las que beso y abrazo a otra mujer, dentro de un auto. Lo extraño es que no me reprocha nada: no recuerdo ahora qué me dice, pero no está furiosa, no grita, no trata de matarme. Más extraño aún es que yo ignoro esa situación y a esa mujer. Insisto: no trato de ocultar, tergiversar o mentir. Realmente desconozco a esa persona.
 
La siguiente imagen que recuerdo es la de Julieta y yo caminando a una fiesta. Ella me cuenta que allí nos encontraremos con la mujer en cuestión, con quien ha hablado bastante —incluso de detalles personales míos que no pienso divulgar aquí pero que evidentemente a la otra satisfacen—, e incluso me informa de su intención de dar un paso al costado, abandonar nuestra relación, para que yo pueda dedicarme plenamente a mi relación con la otra. Yo insisto con que no la conozco, que no sé de qué me habla. Pero Julieta se ríe y me dice que nada tengo que ocultar, que todo está bien.
Llegamos a esa especie de galpón donde se realiza la fiesta, aunque más bien parece una reunión. Saludo a los presentes (entre los que únicamente reconozco a Marcela Chiquilito, mi profesora de Historia en varios años del secundario, vaya uno a saber por qué, y a Pablo Castro, compañero literario del incipiente grupo La bruma y psicoanalista) y entiendo que la mujer no se encuentra entre ellos.
Pero pronto la veo bajar las escaleras. No deja de mirarme mientras se acerca más y más. Ni bien la veo frente a mí siento una punzada en la boca del estómago. La saludo con un beso frío y me alejo, colocándome junto a Julieta. La otra me observa, desde la distancia. Aunque poco a poco se aproxima, bordeando el círculo de personas del que formo parte y que conversan sobre no sé qué cosa.
Cuando otra vez la tengo cerca, Julieta me pide que vaya con ella. Yo vuelvo a decirle que no la conozco, evidentemente en voz alta porque todos en el lugar dejan de charlar o comer y me observan, como juzgándome. Dirijo mi mirada a la mujer y descubro —recién ahora— que su cabello es rubio, enrulado, y sus ojos, celestes. No es atractiva, pero me gusta y eso me desespera. Ella comienza a llorar y a insultarme. Yo trato de explicarle que de verdad no sé qué es lo que sucede, que no la conozco y le pido disculpas, varias veces.
Entonces me acuerdo de Pablo Castro, me paro en un cajón de madera —como si fuese a recitar un poema o a decir un discurso—, lo busco entre la gente y le pregunto, casi gritando, si es posible que alguien olvide a una persona puntual y los hechos vividos con ella, y sin embargo recordar todo los demás, el resto de una vida. Pablo se pone de pie, está a punto de responder y entonces Orson, mi gato, como cada mañana a las cinco, me despierta para que le abra la ventana del balcón. Mentalmente lo puteo.
Mientras camino hasta el living para cumplir con la rutina de mi mascota, la perturbación me acompaña. No sólo tengo bronca porque no pude escuchar la explicación del psicoanalista, sino una desazón grande, como si me hubieran arrebatado de las manos algo maravilloso. Y sigo preguntándome quién sería esa mujer.
Vuelvo acostarme con la esperanza inútil de reanudar el sueño donde lo dejé: yo parado en el cajón y Pablo a punto de hablar. Pero no. Sueño en cambio que les cuento esta historia a unos amigos escritores, quienes me recomiendan que la escriba. No tengo otro remedio.

viernes, 24 de enero de 2014

Casi


Era de noche. Para colmo, estaba mirando la película de Bergman. La muerte apareció, de un momento a otro, y se interpuso entre mí y el televisor. Ya me sentía desfallecer.
 
—Debes acompañarme, Francisco Constantini —dijo, con su voz cavernosa.
 
Yo creí vislumbrar una luz de esperanza. Y no me equivoqué.
 
—Perdón —me animé a decir—, ¿cómo dijo que me llamo?
 
 Ella observó un papelito que tenía en la mano.
 
—Francisco Constantini —leyó.
 
Suspiré aliviado.
 
—Ah, no. Yo soy Costantini, sin “n” entre la “o” y la “s”.
 
Volvió a leer el papelito. Me miró, sonrojada.
 
—Cierto, disculpá la molestia.
 
—No es nada —dije—. Es un error que todos cometen.
 
Y se marchó, tal cual como había venido.

lunes, 13 de enero de 2014

Cuando Godzilla casi destruye Mar del Plata

 
Cuando nos enteramos de que Godzilla realmente existía se produjo, como era de esperar, una gran conmoción mundial. Pero fue nada comparado al día en que supimos dos cosas muchísimo más extrañas: el monstruo sabía hablar (japonés, claro, pero algo es algo) y si había roto el silencio era para manifestarse en contra de todas las adaptaciones cinematográficas y de otras ramas artísticas que se habían erigido en su nombre pero sin su autorización. “Todo el tiempo —aducía Godzilla— me la paso en el fondo del mar sin joder a nadie, pero ustedes insisten en que soy una bestia que destruye ciudades y como gente. Pero si eso es lo que quieren ver, que así sea.”
 
Estaba decido. Un comunicado suyo indicaba que llegada la última semana de ese año destruiría siete ciudades costeras (“Tampoco es cosa de andar internándose en el medio de ningún continente, no les tengo taaanta bronca”, afirmaba), ciudades que los propios seres humanos debíamos elegir a través del voto en una fan page de Facebook que el monstruo ponja se había armado.
 
Claro, la idea era votar en contra de tu propia ciudad o de aquellas que te gustaban. Sin embargo, acá en Mar del Plata, alentados por el intendente Culti, se nos ocurrió que ser destruidos por el monstruo iba ser una gran atracción turística (como se sabe, los marplatenses hacemos lo que sea porque vengan más y más visitantes). Así que comenzamos a hacer lobby en cuanta red social existe, y al cabo de un mes lleno de angustia y esperanza, conocimos los resultados. ¡Mar de Plata había sido la más votada! Por lo tanto, el 31 de diciembre recibiríamos al ilustre Godzilla; de hecho, Culti ya tenía preparada la llave de la ciudad.
 
“Terminá tu vida en La Feliz”, “Mar del Plata, una ciudad monstruosa” o “Dejate comer y sé parte de la historia… Tu historia”, fueron algunas de las frases que se escucharon por la radio, por la tele o que aguardaban en las diferentes entradas a la ciudad. No lo podíamos creer; esto era mejor que la final de la Davis o el Dakar. Andábamos con el pecho inflado, para qué negar.
 
Como era de esperar, comenzó diciembre y ya no cabía un alfiler en la ciudad; ni hablar después de Navidad. Turistas de todos los rincones del país querían ser parte del evento apocalíptico del siglo —que terminó siendo de la década nada más, por el asunto ese de los extraterrestres de Cursi 5, pero esa es otra historia—. Fuimos viendo cómo ciudades de las que jamás habíamos oído hablar eran destruidas una por día por Godzilla; cómo caían edificios; a las fuerzas militares de las diferentes naciones ser arrasadas… Y ya nos sentíamos ahí, entre las fauces del monstruo, o aplastados por sus patas o alguna pared.
 
Llegó el 31. Nunca habíamos visto tantas personas en la playa, mirando al mar, expectantes, tomando mates, algún helado; los vendedores de churros y choclo laburaron como locos, recuerdo. Culti estaba ahí también, en la punta de la escollera más larga, con su mejor traje y la llave de la ciudad en la mano. Cada tanto alguien anunciaba “Allí viene”, pero no, se trataba de algún barco o alguna gaviota.
 
Y pasó el 31. “¿Y Godzilla?”, nos preguntábamos, sorprendidos, desilusionados. Poco a poco fuimos abandonando la playa y regresamos a nuestros hogares. Allí, frente a alguna pantalla (de tv, de compu, o lo que sea) fue que cada marplatense pronunció más o menos lo siguiente: ¡MONSTRUO PONJA HIJO DE MIL PUTAS, ANALFABETO DEL ORTO! Con perdón de los analfabetos, los japoneses y los hijos de puta, claro. Resulta que el bicho pelotudo en vez de destruir Mar del Plata, destruyó Punta del Este.
 
“Me confundí”, dijo. Y prometió emendar su error cuando quisiéramos, pero no: al verano ya lo teníamos arruinado.
 
¿Qué hizo Culti con la llave? No sé, en algún lugar la habrá metido.