sábado, 8 de febrero de 2014

Esto no es una ficción

Esto no es una ficción, tampoco un hecho real. Se trata de un sueño, muy sencillo, pero que me hizo experimentar en primera persona lo fantástico. Pido perdón, de antemano, por no poder transmitir con estas toscas palabras lo que para mí fue una maravilla del inconsciente.

Me encuentro conversando con Julieta, mi novia en la vida real desde hace diez años, con quien convivo desde hace cinco y con quien estoy a punto de casarme. Tanta información tiene una justificación. Ella me muestra unas fotos en las que beso y abrazo a otra mujer, dentro de un auto. Lo extraño es que no me reprocha nada: no recuerdo ahora qué me dice, pero no está furiosa, no grita, no trata de matarme. Más extraño aún es que yo ignoro esa situación y a esa mujer. Insisto: no trato de ocultar, tergiversar o mentir. Realmente desconozco a esa persona.
 
La siguiente imagen que recuerdo es la de Julieta y yo caminando a una fiesta. Ella me cuenta que allí nos encontraremos con la mujer en cuestión, con quien ha hablado bastante —incluso de detalles personales míos que no pienso divulgar aquí pero que evidentemente a la otra satisfacen—, e incluso me informa de su intención de dar un paso al costado, abandonar nuestra relación, para que yo pueda dedicarme plenamente a mi relación con la otra. Yo insisto con que no la conozco, que no sé de qué me habla. Pero Julieta se ríe y me dice que nada tengo que ocultar, que todo está bien.
Llegamos a esa especie de galpón donde se realiza la fiesta, aunque más bien parece una reunión. Saludo a los presentes (entre los que únicamente reconozco a Marcela Chiquilito, mi profesora de Historia en varios años del secundario, vaya uno a saber por qué, y a Pablo Castro, compañero literario del incipiente grupo La bruma y psicoanalista) y entiendo que la mujer no se encuentra entre ellos.
Pero pronto la veo bajar las escaleras. No deja de mirarme mientras se acerca más y más. Ni bien la veo frente a mí siento una punzada en la boca del estómago. La saludo con un beso frío y me alejo, colocándome junto a Julieta. La otra me observa, desde la distancia. Aunque poco a poco se aproxima, bordeando el círculo de personas del que formo parte y que conversan sobre no sé qué cosa.
Cuando otra vez la tengo cerca, Julieta me pide que vaya con ella. Yo vuelvo a decirle que no la conozco, evidentemente en voz alta porque todos en el lugar dejan de charlar o comer y me observan, como juzgándome. Dirijo mi mirada a la mujer y descubro —recién ahora— que su cabello es rubio, enrulado, y sus ojos, celestes. No es atractiva, pero me gusta y eso me desespera. Ella comienza a llorar y a insultarme. Yo trato de explicarle que de verdad no sé qué es lo que sucede, que no la conozco y le pido disculpas, varias veces.
Entonces me acuerdo de Pablo Castro, me paro en un cajón de madera —como si fuese a recitar un poema o a decir un discurso—, lo busco entre la gente y le pregunto, casi gritando, si es posible que alguien olvide a una persona puntual y los hechos vividos con ella, y sin embargo recordar todo los demás, el resto de una vida. Pablo se pone de pie, está a punto de responder y entonces Orson, mi gato, como cada mañana a las cinco, me despierta para que le abra la ventana del balcón. Mentalmente lo puteo.
Mientras camino hasta el living para cumplir con la rutina de mi mascota, la perturbación me acompaña. No sólo tengo bronca porque no pude escuchar la explicación del psicoanalista, sino una desazón grande, como si me hubieran arrebatado de las manos algo maravilloso. Y sigo preguntándome quién sería esa mujer.
Vuelvo acostarme con la esperanza inútil de reanudar el sueño donde lo dejé: yo parado en el cajón y Pablo a punto de hablar. Pero no. Sueño en cambio que les cuento esta historia a unos amigos escritores, quienes me recomiendan que la escriba. No tengo otro remedio.