Tuve que salir corriendo,
comprendiendo que
él es tu chico y yo soy
el que viene detrás de él.
Detrás del vidrio los autos pasan, frenan, tocan bocina, aceleran. A esta hora Rivadavia e Independencia se parece bastante a cualquier esquina de cualquier gran ciudad. Pero Mar del Plata no es una gran ciudad, piensa Lucía, ni nunca lo será.
Pidió un cortado, que ahora se está enfriando; no tiene hambre ni sed. Posa sus ojos en el televisor del bar, sintonizado en el canal local, donde repiten una entrevista realizada a Edil Berto días atrás. La han estado repitiendo casi constantemente, pero las coincidencias no existen; todo es por algo. Fue aquella noche, mientras miraba la tele, que planeó este encuentro. Desde entonces, ve todo con claridad, aunque no puede evitar sentirse nerviosa.
La puerta del bar se abre y ve entrar a Matías, que recorre con la mirada cada mesa. Lucía levanta la mano y entonces él la visualiza y sonríe, mientras avanza.
—Hola, hermosa —dice Matías y se inclina hacia ella. Lucía apenas gira la cara para que la mejilla reciba el beso, y no sus labios—. ¿Todo bien? —pregunta, descolocado.
—Hola, Matías —se limita a responder—. Sentate, por favor.
Él obedece. La camarera se acerca, le pregunta qué va a tomar.
—Un whisky. Dos medidas del mejor —contesta, cortante.
Lucía piensa que Matías cada vez se parece más a su padre y un escalofrío le recorre la espalda.
—¿Tenés frío? —pregunta él.
—No, para nada.
—Estás misteriosa, chiquita. ¿Me podés decir qué te pasa?
Otra vez, la mirada perdida en los autos que pasan, aceleran, frenan. Ella tiene que parar, de una vez, con todo esto. E irse, muy lejos. A otra ciudad, a una ciudad de verdad. Matías repite la pregunta. Lucía toma un sorbo del café frío, solo para aclararse la garganta.
—Lo nuestro se terminó. Eso es lo que me pasa.
—¿¡Qué decís!? —grita el otro.
Se hace un silencio breve e incómodo en todo el lugar. Justo llega la camarera con el whisky. Mientras verte la bebida, Lucía siente la mirada del joven intentando perforarla. La camarera se va.
—¿Te volviste loca?
—No. ¿Por qué tengo que estar con vos? Sabés que no te amo. Y Santiago…
—Vos y yo sabemos lo que pasó con Santiago. Si aparece, te juro que…
—¿Qué? —ahora es ella la que silencia el bar.
—Bajá la voz, pelotuda —dice entre dientes, y luego toma un trago largo.
—¿Qué vas a hacer? ¿Vas a despedir a Santiago, como me amenazaste, para que lo deje y me acueste con vos? ¿Lo vas a matar? Eso también lo dijiste. ¿O me vas a matar a mí?
Matías golpea la mesa con el vaso, vacío.
—Yo nunca te tocaría un pelo, Lucía.
—¿Y entonces?
Lo tiene, sabe que lo tiene. Él, sin embargo, realiza su jugada, la única que le queda.
—Vos sabés que Santiago no se murió, ni tampoco desapareció. Aquella noche, eso que vimos, eso que salió corriendo después de vernos ahí, cogiendo —arrastra, a propósito, la g; un gusto amargo sube hasta la boca de Lucía—, eso era él…
(1)
—Eso esa una tremenda pelotudez.
—No es eso lo que crees. Te conozco —sonríe. Después, inclina su cuerpo hacia delante, y susurra—: Pero pensá lo que quieras, chiquita. Yo no voy a parar hasta encontrarlo. Y cuando lo haga, voy a dejar su cuerpo sin vida en la puerta de tu casa, para que puedan estar juntos otra vez.
Ella se pone pie. De su cartera saca un billete de veinte pesos y lo deja debajo de la taza, aún llena.
Antes de marcharse lanza la frase que durante meses ha tenido atragantada:
—Borracho y loco: sos igual a tu papá, galleguito.
Matías la agarra del brazo y la mira con odio, por un segundo. La camarera se acerca y pregunta, con los ojos bien abiertos y la voz entrecortada, si está todo bien. Él toma el billete que dejó Lucía y se lo pone en la mano, recién entonces la suelta.
—Todo perfecto —explica, con una sonrisa—, pasa que mi amiga no quiere que le invité el café.
Lucía hace un bollo el papel y lo arroja, con bronca, al piso. No dice nada. Se da media vuelta y con pasos largos y decididos abandona el bar. Matías recoge el billete, lo coloca sobre la mesa y lo alisa con las manos.
—Otro whisky, igual —le pide a la camarera, que se ha quedado observándolo.
***
Ya casi oscurece por completo. En la costa hace frío, a pesar de que no falta mucho para el verano. Lucía camina, con los zapatos en la mano; sólo un perro, a lo lejos, le hace compañía. Preferiría no creer en las palabras de Matías, pero ella también sospecha que el Gusano es Santiago. No sabe por qué, pero las coincidencias no existen. Santiago desapareció esa noche, la misma noche que el monstruo irrumpió en su departamento, la misma noche que rompió el corazón de su novio para protegerlo, nada más ni nada menos que de su amigo. ¿Podrá todavía hacerle daño?
Algo interrumpe su reflexión. En el extremo de la playa se levanta una figura oscura. Parece un hombre, muy grande. Sin embargo, hay algo extraño en la cabeza de esa figura, dos varas, como cuernos, surgen de ella, o quizás sea solo una ilusión óptica… Está de noche, prácticamente, y las luminarias de la costa no ayudan demasiado. Lucía da uno, dos, varios pasos en esa dirección. Se pregunta si no será…
—¿Santiago? —dice, apenas, en un suspiro.
Pero eso basta: la figura da dos saltos enormes y desaparece en el mar. Ahora Lucía corre hasta el borde, deja que el agua le bese los pies descalzos.
—¡Santiago! —grita, segura.
Permanece varios minutos, mirando lo poco que puede ver, esperando. Como única respuesta, el rugido del mar.
Al fin, cuando se da vuelta para marcharse, descubre lo que antes, en su desesperación, había pasado por alto. Bien grande, escrito en la arena, lee:
LUCÍA
Las pisadas de unos pies enormes parten de la inscripción y desaparecen en el agua.
Lucía cae de rodillas en la arena, y se echa a llorar. Alguien, a varios metros de allí, en lo profundo del océano, la escucha y la acompaña en su llanto.