Acá las olas del mar te pueden matar,
esto es extremo de verdad.
Escatológicamente no hay nada mejor.
En el soretero, la vida es color marrón.
Surfeando en el soretero, Attaque 77.
Estamos viendo paulatinamente un incremento de contaminación en las aguas costeras. A partir de 2008 hubo un acontecimiento que nos llamó fuertemente la atención que fue la aparición de unos gusanos marinos en la zona costera en densidades enormes.
Eduardo Vallarino, investigador del Departamento de Ciencias Marinas
Esto pasó mucho tiempo atrás, en aquellas épocas donde las playas de Mar del Plata aún no estaban clausuradas y la ciudad recibía millones de turistas en verano, y todavía algunos optimistas la llamaban la ciudad feliz. Santiago tenía 27 años, era ingeniero, y trabajaba en una fábrica de harina de pescado, como Jefe de Turno de Producción. Había conseguido el trabajo gracias a Matías, su amigo incondicional durante años, que era hijo de Andrés Fernández Fernández, alias El Gallego, magnate de la ciudad costera y que, entre sus múltiples inversiones (como hoteles, medios de comunicación, entre otras menos transparentes) poseía algunas de estas fábricas.
Cierta noche de verano, al salir del trabajo tomó su bicicleta y se dirigió, como casi todas, al departamento de Lucía. Ni bien la saludó la notó distinta, distante. Ella no pronunció palabra hasta que él preguntó.
—¿Qué te pasa, Lu?
—Nada.
—Lu, ¿qué te pasa?
—Está bien, Santi. Tenemos que hablar.
Frente a ella, no, pero sí lloró mientras pedaleaba con furia, y sus lágrimas se confundían con las gotas que empezaban a caer, y su llanto con los primeros truenos, a lo lejos.
Santiago no conocía otra manera de desahogarse que metiéndose en el mar con su tabla. Eso fue lo que hizo esa noche, a pesar de la tormenta; eso fue lo que cambió su historia y la de muchos, para siempre.
Llovía copiosamente, el cielo negro se partía en varios fragmentos cada vez que lo surcaba un rayo. “Ya no te amo —había dicho ella— ni imagino una vida juntos”. Otro rayo destrozando el firmamento.
A pesar de ser pleno enero, la noche y la tormenta habían vaciado la playa. Quizás algo tuvieran que ver los estudios recientes —pensó— que afirmaban que las aguas de Mar del Plata eran las más contaminadas del país; aunque, a decir verdad, la gente no solía prestarle atención a esas cosas, y él tampoco. Dejó las ojotas y la remera sobre la arena mojada y se zambulló. Las olas estaban bien, pero no podía disfrutarlas. No las esperaba; arremetía contra ellas.
Así estuvo, hasta llegar al borde de la extenuación. Pensó en salir del agua, a fin de cuentas al otro día tendría que volver a la fábrica, y el mar no le devolvería a Lucía. Fue entonces que oyó una explosión y todo se puso blanco.
***
Abrió los ojos y solo vio oscuridad. Trató de hacer pie, de aferrarse a algo, y comprendió que se hallaba bajo el agua. Tenía que salir a la superficie, pero, ¿dónde mierda estaba la superficie? Había perdido todo sentido de orientación por —recordó— la explosión. ¿Lo había alcanzado un rayo? ¿Cómo carajo estaba vivo? Y, ¿no debería estar ahogándose? No tenía que perder más tiempo, así que postergó las especulaciones para más adelante y comenzó a nadar, según creía, hacia arriba. Pronto hubo algo de luz; no estaba tan lejos de su meta. Sacó la cabeza del agua y vio que se había alejado bastante de la costa. La noche persistía, pero la lluvia no.
Más rápido de lo que hubiese esperado se encontró sentado en la arena. Seguramente, había calculado mal la distancia. Se miró los brazos, el pecho, las piernas. Todo en su lugar, aunque la piel lucía extraña, si bien la escasa luz no era garantía de nada. ¿Pero cómo no sentía dolor? ¿Estaría en estado de shock? La cabeza sí, se le partía en mil pedazos. Necesitaba ayuda. Llegar hasta su casa le llevaría bastante tiempo, mucho más al hospital. Y plata para un taxi no tenía. Miró hacia la ciudad: estaba a pocas cuadras de lo de Lucía. No le agradaba mucho la idea de verla después de lo que había sucedido, pero no se le ocurrió nada mejor.
***
—¿Quién es? —se oyó a través del portero eléctrico.
—Santiago, Lucía.
—¡Santi…! ¿Qué hacés acá?
—¡Santi…! ¿Qué hacés acá?
—Sé que deber ser cualquier hora, Lu, discúlpame, pero tuve un accidente, estaba surfeando y creo que me cayó un rayo encima…
—¿Qué…? ¿Un rayo? —soltó una carcajada—. No me jodas, Santiago. Fui muy clara hoy.
—Pero no te miento. Sólo necesito que me lleves al hospital o que me llames un taxi, nada más.
—No puedo creer que caigas tan bajo. ¡Andate!
Se escuchó un clic.
—Lucía… ¡Lucía! ¡La puta madre!
Santiago apretó durante un largo minuto el timbre del departamento. No podía creer lo forra que se había vuelto Lucía. Cuando giró, convencido ya de caminar hasta el hospital, vio estacionado del otro lado de la calle un Toyota Etios azul; el auto de su amigo Matías.
—Hijos de puta…
Iba a tocar el timbre otra vez, hasta que recordó. Su mano derecha bajó el cierre del bolsillo de su malla y allí encontró un llavero con varias llaves, entre ellas la del hall de entrada y la del departamento de su ex.
Entró al edificio. Uso el ascensor. Introdujo la llave en la puerta, la giró despacio, para no hacer ruido, y abrió.
Todo fue muy —demasiado— rápido, pero bastó. Lucía y Matías: dos cuerpos desnudos. Lucía enroscando con sus piernas la cintura de Matías. Matías cogiéndose a Lucía. Ella mordiéndose los labios y los ojos semiabiertos, cada vez más abiertos. Y gritando, no de placer. Matías pegando un salto para atrás. En ambos la cara desfigurada por el horror. Matías preguntando: “¿Santi?”. Y Lucía gritando, gritando, cada vez más fuerte, cada vez más agudo. Pero a Santiago ya no le importaba ni su exnovia, ni su examigo, ni los gritos, ni los cuerpos. Su mirada se había congelado en el espejo que estaba a su lado, en el pasillo, frente al perchero. Su mirada se había detenido en sí mismo; en su piel anaranjada, casi transparente; en su rostro transfigurado donde apenas podía adivinar sus facciones; en los cuernos o antenas que salían de su cabeza —y fue incapaz de percibir la ironía en ese instante— describiendo un par de bucles; en sus ojos negros, absolutamente negros, como vacíos. Y él también gritó. Y luego escuchó un disparo —¿de Matías, de alguno de los vecinos que habían salido de sus departamentos por lo gritos?— y se encontró huyendo, bajando las escaleras, partiendo a la mitad y como si nada la puerta del hall, corriendo hacia el mar —¿por qué al mar y no a otra parte?—, el sonido de las sirenas, sus pies furiosos rajando el cemento de la escollera, sus piernas tomando impulso en el borde, saltando como nunca lo había hecho, sumergiéndose en el negro mar, encontrando al fin un poco, tan solo un poco, de paz.
Al capítulo 2