sábado, 10 de enero de 2015

EL GUSANO. Capítulo 7: El mendigo


La noche está calurosa, muy pesada. Parecía que en cualquier momento se largaba una lluvia torrencial, pero no. Por ese temor Carlos acudió a su refugio, el porche de un chalet céntrico que ahora funciona como estudio contable, más temprano que de costumbre. Apenas serían las diez de la noche cuando desenrolló las dos frazadas que siempre lleva consigo, y se recostó sobre ellas usando la mochila mugrosa como almohada.

Las reglas son bastante simples. La doctora le permite pasar allí la noche, siempre y cuando no llegue antes de las 22 y se marche a las 6. Y todo debe quedar tal y como lo encontró la noche anterior. Él sabe muy bien que desde las 20, a lo sumo 20.30, ya no queda nadie en el estudio, pero prefiere respetar la decisión de la doctora que le brinda hospitalidad, por así decirlo. Además, alguna vez ella lo ha visitado, sobre todo los fines de semana, muy probablemente antes o después de algún paseo, alguna cena, y nunca aparece con la manos vacías: dos porciones de pizza, una cajita feliz, un alfajor... Muy solidaria la doctora, aunque él sabe que en realidad lo controla. Una noche ventosa de invierno, después de un día peor que otros (no había comido, ni había conseguido un peso) se animó a llegar al estudio. Pero en la esquina, antes de cruzar la calle, vio el auto de la doctora que pasaba muy despacio por la puerta. Él retrocedió inmediatamente, y no pudo saber si ella miraba hacia el porche o, incluso, y aunque parecía poco probable, si lo había visto. Desde entonces, por más que el cielo se caiga a pedazos, Carlos respeta el acuerdo.

Ahora piensa, recuerda, el hambre y el calor no lo dejan dormir. Repite los nombres de sus tres hijos (dos nenas y un varón) y el de su mujer. Cómo estarán, se pregunta. Hasta hace dos años, él cruzaba la droga desde Bolivia y nada más, a eso se limitaba su parte en el negocio. No había otra cosa para ganarse el pan, al menos no para darle a una familia una vida digna. Tres hijos en tres años, eso lo había sobrepasado, sin dudas, y las changuitas de albañil no daban para tanto. Un amigo lo convenció de ir a Las Chalanas; viajarían juntos y conocería el trabajo. Cuando regresaron a Aguas blancas, no podía creer que fuera tan sencillo el tráfico. Entonces empezó, poco a poco. Se fue ganando la confianza de los jefes y cada vez cruzaba la frontera con más frecuencia. Su señora no preguntaba, no decía nada; no era necesario mientras ellos estuvieran bien. Pero un día uno de los jefes le reclamó un paquete que faltaba, le habían dicho que él lo había vendido por su cuenta. Una mentira: alguien lo usó como chivo expiatorio. La única condición para salvar su vida y la de los suyos era viajar hasta Mar del Plata llevando varios paquetes, y no volver a pisar Aguas blancas. No tuvo alternativa y esa a noche viajó, con unos pocos pesos encima, el resto se lo dejó a su mujer, a quien le prometió que cuando encontrara un lugar seguro, la llamaría para que volvieran a estar juntos.

Acá las cosas se complicaron mucho. Llegó al lugar de la entrega, una casucha en un barrio de casuchas, y golpeó la puerta. Un tipo lo hizo pasar. Cuando cruzó el umbral vio dos cadáveres en el piso. Antes que pudiera preguntar nada otro tipo lo apuntaba con una pistola. Lo revisaron. Le sacaron los paquetes con la droga, el celular, la billetera, los documentos. Varias veces le preguntaron quién era. Entendió enseguida que había tenido la mala suerte de llegar en el momento menos indicado, no lo estaban esperando a él. El más joven de los dos no paraba de reír como un loco mientras agarraba los paquetes y decía algo sobre la guita que eso representaba. Estaba claro que iban a matarlo. Entonces alguien golpeó la puerta, tal como él había hechos minutos antes. El más joven caminó unos pasos y antes de poner la mano sobre el picaporte, una lluvia de balas atravesó la madera y también su cuerpo. El tipo más grande se desentendió de Carlos y huyó por una ventana. Él hizo lo mismo, sin dudarlo un solo segundo, mientras los disparos seguían, sin tocarlo. Escapó por el patio de atrás, y de pronto se encontró en una ciudad desconocida, sin ningún contacto, sin un peso, sin teléfono y, seguramente, buscado por quién sabe quién.

De ese día de mierda a esta noche calurosa, no hay mucho que explicar. Prefiere quedarse en la calle, que es el mejor escondite. Nadie sabe quién es, nadie sabe qué hace, nadie puede encontrarlo. Sólo queda una angustiante incertidumbre: cómo estarán sus tres hijos y su mujer. ¿Vivos? ¿Muertos? Que estén bien o que estén mal, es solo un detalle.

Parece que va a llover, nomás, se ha instalado ese silencio previo a cualquier tormenta. 

Ahora un auto se detiene enfrente. Carlos piensa en la doctora, quizás con algo para calmar esta hambre. Se incorpora a medias. Una figura se baja del vehículo, da uno pasos y se queda en medio de la vereda. No es la doctora. No es una mujer. Es un hombre. 

–¿Carlos? –pregunta. 

Él no puede hablar, quiere decir algo, articular algún sonido, pero ni siquiera logra despegar los labios ni moverse de allí. Me encontraron, los hijo de puta me encontraron, es lo único que piensa. 

–Carlos –sentencia el hombre. 

Entonces éste levanta su brazo derecho, y Carlos ve que la mano sostiene algo, algo que parece un arma. Escucha un chasquido, un zumbido, siente una perforación en el pecho, y se desploma sobre las frazadas.

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